La sal de la vida

La sal de la vida

Bajar por la carretera de Las Caletas -uno de los seis barrios de Fuencaliente junto a Los Canarios, Las Indias, Los Quemados, La Fajana y El Charco- equivale a adentrarse en un mundo de misterio y belleza que va marcando el cambio de colores. Al comienzo con los tonos verdes y ocres de los terrenos de viñas y la vegetación, por desgracia cada vez más invadida por el rabo de gato. Luego, con el marrón del malpaís y al final con el casi negro de las rocas volcánicas. Ya en la meta, el blanco de las salinas y al fondo el paisaje el azul, a menudo gris, de la mar. Una mar partida en dos: la del norte, bravía y siempre mecida por el viento y la del sur, mucho más mansa.

Con el aún recientemente activo Teneguía a la izquierda, la anhelada Fuentesanta al otro lado y de frente los dos faros, el viejo y el nuevo, también diferenciados por sus colores, aparecen las salinas, reclamo para propios y extraños. Sitio de interés científico, espacio protegido desde 1994, pero, sobre todo, seña de identidad de un pueblo, Fuencaliente, y de una isla, La Palma.

Son siete hectáreas en la que, además de la producción de sal, habitan varias especies animales y vegetales. Sal marina de muy alta calidad sobre lavas basálticas. Así, desde sus inicios a finales de los años sesenta hasta hoy. El blanco y el negro, por lo tanto, se funden igual que la materia prima de la naturaleza y el trabajo humano.

La idea pionera de Fernando Hernández y el maestro salinero Luis Rodríguez, con Lanzarote como ejemplo, cuajó primero y se consolidó después. Actualmente es objeto de la visita al año de cientos de miles de turistas.

Las salinas de Fuencaliente encajan casi de manera perfecta en la idea del turismo que se pretende para la Isla Bonita con la curiosidad por el paisaje y la ciencia como grandes ejes.

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